- 23 Jul 2016, 11:55
#35268
Cuando inicié la llamada "transición" sabía lo que dejaba atrás, pero no podía anticipar el destino de este viaje. No sabía que acabaría por convertirme en un hombre pájaro.
Al cabo de dos años corriendo exclusivamente con huaraches me encontraba completamente adaptado y confiado, y me dedicaba a disfrutar los kms despreocupado de técnicas, teorías y prácticas. Pero la vida siempre se reserva el derecho a la sorpresa y en esto no iba a ser menos. Llegó el verano y fui de vacaciones a las Canarias. Allí el terreno y el paisaje invitan a descubrir rutas y a hacer distancia. Un día estuve en una zona cerca de la costa, subiendo cráteres volcánicos, bajando al mar, volviendo a subir, disfrutando como un niño en un parque cercado únicamente por el mar. Ya de vuelta, recorrí una playa de guijarros de unos 4 km y me hice daño en las plantas de los pies. Más de lo que parecía en un principio, porque acabé con una inflamación de metatarso, que aunque no me impidió seguir corriendo, tardó varios meses en curar por completo. Quedé dolido también, más si cabe, porque había encontrado un terreno vedado, una barrera inesperada que acotaba mis movimientos. Durante los siguientes meses, ya de vuelta de vacaciones, me acordé muchas veces de esa playa mientras corría. Y así ideé unas huaraches más gruesas y más duras, pegando dos planchas de vibram, experimenté y afiné los detalles. Hice unos centenares de kilómetros con ellas para adaptarme bien y las reservé hasta el verano siguiente, para volver al mismo sitio.
Cuando llegué de nuevo a las islas me di unos días de margen para "aclimatar", evitando esa playa. Hasta que un día desperté de madrugada con la imagen de los guijarros en la cabeza. Cargué la mochila con agua y algo de comida, y salí con la fresca. Aun de noche llegué a la base de un pequeño cráter y lo subí ligero. Bajé y seguí ruta con muy buenas sensaciones, y seguí y seguí, hasta llegar a la playa de los guijarros. Me adentré despacio, atento a los apoyos y con mucho respeto. Las huaraches respondían a la perfección y poco a poco fui cogiendo ritmo y confianza. Salí ileso y contento. Después de un año había traspasado la barrera. Seguí trotando con los pies intactos y las piernas ligeras. A la vuelta ya llevaba buena carga de kms y cansancio, pero estaba eufórico y cuando llegué de nuevo a la base de la montañita volví a tirar arriba. Bordeé el cráter disfrutando las vistas, del viento, de la sensación de libertad, del privilegio y el placer de trotar en un paraje como ese. Después tiré hacia abajo por el primer sitio que se me ocurrió. Cuando llevaba unos 60 ó 70 metros de descenso, vi abajo a lo lejos un todo terreno de los forestales. Fijándome bien vi al conductor que sacaba la cabeza por la ventanilla y miraba en mi dirección. De golpe fui consciente de que iba fuera de sendero, cuando abajo hay un cartel que dice expresamente que no lo hagas porque es una zona protegida. Procuro respetar estas cosas, pero me despisté y metí la pata. Instintivamente di media vuelta y volví a subir para recuperar el sendero. Ascendí con dificultad porque el terreno se deshacía bajo los pies y el avance se hacía torpe. Cuando llegué al borde del cráter me dio un flash y pensé que no tenía ninguna gana de dar explicaciones a los forestales o que me regañasen (o incluso multasen). Ya fuera de su vista bordeé de nuevo el cráter.
No sabría explicar por qué reaccioné así, pero me encontré de pronto en plena huida. Por fortuna conocía esa zona y en mi mente empezaron a dibujarse curvas de persecución entre los predadores y yo mismo, que ese día era presa. Escogí una ruta ilógica para despistarlos, bajando justo por la diagonal opuesta al sendero y empecé a descender frenéticamente por una ladera muy empinada. La montaña está bordeada por pistas forestales en la base, pero rodearla con el todo terreno les iba a llevar un rato. Si de verdad iban a por mi y eran rápidos y un poco hábiles, estaba acorralado. Para salir de ahí tenía que renunciar a mi única ventaja: la altura. Volver a subir por ese ladera sería penosamente lento y agotador, no era opción. Pero si mi treta funcionaba, tirarían justo en la dirección que más me convenía y eso me daría un margen de tiempo suficiente para atravesar la pista y luego alejarme de los senderos. Así que me dejé caer por esa ladera a velocidad de vértigo, esquivando rocas, encontrando instintivamente los puntos de apoyo y dejándome hacer. Y de pronto sentí que flotaba, que ya no tocaba el suelo. Descendía como un hombre pájaro acariciando las aristas de los bloques de basalto, fundido con la montaña en una danza de movimientos rápidos y precisos, sin esfuerzo, sin pensamiento... Atravesé la pista sin noticias de los forestales y seguí en línea recta hacia una extensión de dunas de escoria volcánica. Sin detenerme recalculé la ruta para no desviarme en el mar de dunas: el sol a las 10, la costa a unos 4 ó 5 kms. Ese terreno es un sube-baja en el que un corredor aparece aquí y desaparece allá, y ya no me iban a cazar en el coche. Pero seguí flotando por el puro placer de volar en huaraches.
Llegué a la costa exhausto. Solté la mochila y me metí en el mar, eufórico, empapado en sudor y gozo. Luego seguí hasta un pueblo cercano, compré agua y me alejé un par de kms. Rehidraté, comí algo y quité la sal de la ropa (ya aprendí en otra aventura que cuando el agua de mar se evapora, la sal convierte los tejidos en una lija). Todavía me quedaban unos 8 kms de vuelta. Seguí ya relajado, cansado, en las subidas caminando más que corriendo. Pero llegué entero. Al final salieron más de 52 kms de ruta... la aventura no sé en que unidad se mide. Por la tarde mi mente aun recreaba la huida, las aristas durante el vuelo del hombre pájaro. Sé que esa carrera con los forestales fue una flipada, que posiblemente se dieron la vuelta y pasaron de mi, y el resto fue película mia... Pero en esa carrera emergió algo atávico, algo que impregna nuestro ser en lo más hondo, que habla de presas y predadores. Una vivencia remota tatuada en nuestra especie a lo largo de millones de años de evolución, algo que nos pone en contacto con nuestros antepasados y que está ahí, a flor de piel, a punto de despertar y hacer brotar ese torrente de sensaciones...
Al día siguiente me levanté dolorido por todos lados, roto, y pensé que sería un día merecido de descanso. Después los músculos se desperezaron, se calentaron un poco y los nudos fueron cediendo. Y finalmente acabé saliendo a rodar un poco, solo 5 ó 6 kms por el paseo marítimo para desentumecer. No es verdad. Creo que salí a ver si de verdad todavía podía desplegar las alas y avanzar sin tocar el suelo... y seguía siendo un hombre pájaro. Quizá salí a correr para descubrir por qué lo hago, por qué lo hacemos...
Al cabo de dos años corriendo exclusivamente con huaraches me encontraba completamente adaptado y confiado, y me dedicaba a disfrutar los kms despreocupado de técnicas, teorías y prácticas. Pero la vida siempre se reserva el derecho a la sorpresa y en esto no iba a ser menos. Llegó el verano y fui de vacaciones a las Canarias. Allí el terreno y el paisaje invitan a descubrir rutas y a hacer distancia. Un día estuve en una zona cerca de la costa, subiendo cráteres volcánicos, bajando al mar, volviendo a subir, disfrutando como un niño en un parque cercado únicamente por el mar. Ya de vuelta, recorrí una playa de guijarros de unos 4 km y me hice daño en las plantas de los pies. Más de lo que parecía en un principio, porque acabé con una inflamación de metatarso, que aunque no me impidió seguir corriendo, tardó varios meses en curar por completo. Quedé dolido también, más si cabe, porque había encontrado un terreno vedado, una barrera inesperada que acotaba mis movimientos. Durante los siguientes meses, ya de vuelta de vacaciones, me acordé muchas veces de esa playa mientras corría. Y así ideé unas huaraches más gruesas y más duras, pegando dos planchas de vibram, experimenté y afiné los detalles. Hice unos centenares de kilómetros con ellas para adaptarme bien y las reservé hasta el verano siguiente, para volver al mismo sitio.
Cuando llegué de nuevo a las islas me di unos días de margen para "aclimatar", evitando esa playa. Hasta que un día desperté de madrugada con la imagen de los guijarros en la cabeza. Cargué la mochila con agua y algo de comida, y salí con la fresca. Aun de noche llegué a la base de un pequeño cráter y lo subí ligero. Bajé y seguí ruta con muy buenas sensaciones, y seguí y seguí, hasta llegar a la playa de los guijarros. Me adentré despacio, atento a los apoyos y con mucho respeto. Las huaraches respondían a la perfección y poco a poco fui cogiendo ritmo y confianza. Salí ileso y contento. Después de un año había traspasado la barrera. Seguí trotando con los pies intactos y las piernas ligeras. A la vuelta ya llevaba buena carga de kms y cansancio, pero estaba eufórico y cuando llegué de nuevo a la base de la montañita volví a tirar arriba. Bordeé el cráter disfrutando las vistas, del viento, de la sensación de libertad, del privilegio y el placer de trotar en un paraje como ese. Después tiré hacia abajo por el primer sitio que se me ocurrió. Cuando llevaba unos 60 ó 70 metros de descenso, vi abajo a lo lejos un todo terreno de los forestales. Fijándome bien vi al conductor que sacaba la cabeza por la ventanilla y miraba en mi dirección. De golpe fui consciente de que iba fuera de sendero, cuando abajo hay un cartel que dice expresamente que no lo hagas porque es una zona protegida. Procuro respetar estas cosas, pero me despisté y metí la pata. Instintivamente di media vuelta y volví a subir para recuperar el sendero. Ascendí con dificultad porque el terreno se deshacía bajo los pies y el avance se hacía torpe. Cuando llegué al borde del cráter me dio un flash y pensé que no tenía ninguna gana de dar explicaciones a los forestales o que me regañasen (o incluso multasen). Ya fuera de su vista bordeé de nuevo el cráter.
No sabría explicar por qué reaccioné así, pero me encontré de pronto en plena huida. Por fortuna conocía esa zona y en mi mente empezaron a dibujarse curvas de persecución entre los predadores y yo mismo, que ese día era presa. Escogí una ruta ilógica para despistarlos, bajando justo por la diagonal opuesta al sendero y empecé a descender frenéticamente por una ladera muy empinada. La montaña está bordeada por pistas forestales en la base, pero rodearla con el todo terreno les iba a llevar un rato. Si de verdad iban a por mi y eran rápidos y un poco hábiles, estaba acorralado. Para salir de ahí tenía que renunciar a mi única ventaja: la altura. Volver a subir por ese ladera sería penosamente lento y agotador, no era opción. Pero si mi treta funcionaba, tirarían justo en la dirección que más me convenía y eso me daría un margen de tiempo suficiente para atravesar la pista y luego alejarme de los senderos. Así que me dejé caer por esa ladera a velocidad de vértigo, esquivando rocas, encontrando instintivamente los puntos de apoyo y dejándome hacer. Y de pronto sentí que flotaba, que ya no tocaba el suelo. Descendía como un hombre pájaro acariciando las aristas de los bloques de basalto, fundido con la montaña en una danza de movimientos rápidos y precisos, sin esfuerzo, sin pensamiento... Atravesé la pista sin noticias de los forestales y seguí en línea recta hacia una extensión de dunas de escoria volcánica. Sin detenerme recalculé la ruta para no desviarme en el mar de dunas: el sol a las 10, la costa a unos 4 ó 5 kms. Ese terreno es un sube-baja en el que un corredor aparece aquí y desaparece allá, y ya no me iban a cazar en el coche. Pero seguí flotando por el puro placer de volar en huaraches.
Llegué a la costa exhausto. Solté la mochila y me metí en el mar, eufórico, empapado en sudor y gozo. Luego seguí hasta un pueblo cercano, compré agua y me alejé un par de kms. Rehidraté, comí algo y quité la sal de la ropa (ya aprendí en otra aventura que cuando el agua de mar se evapora, la sal convierte los tejidos en una lija). Todavía me quedaban unos 8 kms de vuelta. Seguí ya relajado, cansado, en las subidas caminando más que corriendo. Pero llegué entero. Al final salieron más de 52 kms de ruta... la aventura no sé en que unidad se mide. Por la tarde mi mente aun recreaba la huida, las aristas durante el vuelo del hombre pájaro. Sé que esa carrera con los forestales fue una flipada, que posiblemente se dieron la vuelta y pasaron de mi, y el resto fue película mia... Pero en esa carrera emergió algo atávico, algo que impregna nuestro ser en lo más hondo, que habla de presas y predadores. Una vivencia remota tatuada en nuestra especie a lo largo de millones de años de evolución, algo que nos pone en contacto con nuestros antepasados y que está ahí, a flor de piel, a punto de despertar y hacer brotar ese torrente de sensaciones...
Al día siguiente me levanté dolorido por todos lados, roto, y pensé que sería un día merecido de descanso. Después los músculos se desperezaron, se calentaron un poco y los nudos fueron cediendo. Y finalmente acabé saliendo a rodar un poco, solo 5 ó 6 kms por el paseo marítimo para desentumecer. No es verdad. Creo que salí a ver si de verdad todavía podía desplegar las alas y avanzar sin tocar el suelo... y seguía siendo un hombre pájaro. Quizá salí a correr para descubrir por qué lo hago, por qué lo hacemos...